Entro en una tienda. Me paseo entre bolsos y maletas. Al fondo un dependiente en posición de descanso. Cuando doy la vuelta a una etiqueta debo activar algún mecanismo en su cerebro, pues se acerca.
-¿La podemos ayudar, señora?.
El plural de modestia, tan habitual en los ensayistas antiguos y en los dependientes modernos siempre me inquieta. Me parece que me habla Gen Gis Kan o Enrique VIII.
Le digo lo que busco, una maleta pequeña que no necesite facturar.
-Mire, ésta es muy resistente- afirma presentándomela de tú a tú, como a un amigo. Además le regalamos ocho bolsitas de vinilo, muy prácticas, para guardar zapatos, medias…
Sensible a mi indiferencia frente a los argumentos de venta racionales, percibe mi total ausencia de interés por la maleta y sus ocho hijos. Medita una fracción de segundo. Como si hubiera descubierto la pólvora y me lleva raudo al otro extremo sujetándome por la bocamanga.
-Mire, señora, que belleza… ligerísima, infinita, eterna, de vinilo.
Aunque le noto algo obsesionado con el vinilo en todas sus formas, la poética vendedora está alcanzando cotas garcilasianas.
Desde luego, comprar algo ligero infinito y eterno y además de vinilo, es tentador.
Mi monedero dice no pero mi corazón asiente y asiente rendido ante esta retórica Samsonite.
Narcotizada de lirismo, doy mi ok. El dependiente, consciente de que los paréntesis que se abren siempre hay cerrarlos, sentencia entornando los ojitos y alzando dedo gordo:
-Estupenda elección, mi amor.
Disimulando mi estupor asiento como indiferente al vertiginoso giro en transacción amorosa de la transacción comercial.
-Espéreme si quiere en la caja que ahora le llevo la maleta, mi niña.
Citas en la caja, paidofilia… cuantas emociones por tan poco dinero. Con todo agradezco que las palabras de amor sean postcoitum consumidor y no un mero previo donjuanesco.
El vendedor me observa callado por primera vez.
-No le ofende, no la he ofendido…¿Verdad, señora?.
Me hago de nuevas. Hago como que no caigo y después digo un no, dilatado como un útero de quintillizos.
-Es que una cliente dio una queja. Tenía lo menos cincuenta años…afirma meditabundo.
Se detiene al detectar la señal de alarma gorgónica en mis ojos cada vez más cercanos a esa edad.
-Bueno, preciosa, era preciosa, también preciosa, como usted- remata algo chapucero. Presentó una reclamación. Nosotros hablamos así. No la ofendí, ¿verdad?…
Es aquí cuando desempolvo el penoso discurso del uy- yo- tengo- muchos –amigos- sudamericanos- no- se- preocupe- se- que- ustedes –hablan- así. Me siento original como una conversación sobre el tiempo en un ascensor.
Parece más tranquilo. Nos despedimos. Me lleva la maleta a la caja, pago y me voy. Casi parecía que había ligado, vaya por Dios. Otra vez será. Si es verdad que la maleta es ligera.