sábado, junio 24, 2006

En la catedral

Ayer he vuelto a la catedral. Los turistas entraban en fila y luego se juntaban en grupos compactos y silenciosos. Sus cabezas seguían el índice cansado del guía que frente a ellos desgranaba datos históricos o truculentos.
En los bancos la fe y el aburrimiento se distribuían equitativamente en filas. Algunos presentaban calvas que aumentaban hacia el fondo, donde casi a oscuras había un joven. Había llegado tarde, y estaba de pie con las manos cruzadas delante como si fuera a parar un penalti. Estas personas retrasadas, ni se sentaban ni se arrodillaban, en contraste con las viejas de las primeras filas, cuyo centro de gravedad alternaba con tenacidad de las rodillas al culo.
Yo, por mi parte, sentado junto al pasillo, pude constatar que la única vía de acceso a Dios seguía siendo directa y me quedé un buen rato basculando mi cabeza entre dos posiciones básicas, a saber, hacia arriba, donde podía sentir todo el peso vacío de aquel constructo diseñado para hacer sentir a uno gusano, y hacia abajo donde, mas modestamente, mis zapatos me reclamaban una mano de betún.
De repente me di cuenta que estaba solo. Me levanté despacio. Al salir contemplé con estupor que los atriles de hierro forjado y las pequeñas velas que solías encender habían sido sustituidas por dos artefactos de metacrilato, con 6 hileras de 10 velas-bombilla accionadas por una moneda de 25 pesetas. Se sugería también que dicho donativo podía incrementarse, supongo que hasta el límite marcado por el tamaño de la ranura que parecía de una moneda de 500.
Imaginé el pedido. La retirada de los antiguos atriles y los restos consumidos de las velas metidas en una bolsa. Pensé también en la contrata, en la factura, en el cheque. En el camión repartiendo los atriles de velas eléctricas y al sacristán reponiendo las que se fundían.
Pensé después, o a la vez, no sé en ti, sin más vestimenta que una larga ristra de bombillas blancas de navidad no intermitentes rodeando tu cuerpo. Enchufada a la pared con los ojos muy abiertos y a punto de soltar una carcajada. Pensé también, no sé si a la vez, o después en el tubo de neón que zumba en nuestra cocina desde hace meses. Tubo que parece relucir con toda su fuerza cada vez que me subo a la escalera y empiezo a desenroscarlo mientras me tiendes uno nuevo desde abajo. Ese neón que nos hace verdes mientras cenamos una tortilla fría.

3 comentarios:

Lila Ortega dijo...

Nada marga, se que me pongo llana y reiterativa... ¿para cuando tu libro?
me gusta tu mente, me gusta tu voz, y mucho más que las compartas.
preciosas imágenes.

Garrapata dijo...

Debe ser, no sé, mi aversión a la tecnología y a los avances científicos, esos a los que hasta la Iglesia parece haberse acogido, que yo no me atrevería a cambiar un tubo de neón con la luz encendida.

Ya ves, hasta la Iglesia es capaz de renovarse cuando le interesa.

Marga F. Rosende dijo...

yo tampoco me atrevo!