
Me encontré ayer con una conocida. La encanta describir lo que va a hacer ese día, semana o mes para comer. El único problema es su termómetro de interés donde el mercurio es ella misma desplazándose en la horizontal hacia el oyente. O sea yo.
Nuestras charlas siempre comienzan a una distancia neutra, pero, a medida que la cosa se caldea, su interés por lo que se dice, o más bien, por lo que ella misma dice, se evidencia por una gradual aproximación a mi mismidad.
El mundo de la elipsis la es ajeno: necesita contarlo todo para contar algo. Cuando me relata los canelones, como consecuencia de no escatimar ni un ingrediente, y de la consecuente aproximación de un centímetro por cada uno de ellos, al acabar de relatarme la cocción pude ver con claridad cada poro de su piel. Cuando llegamos a la salsa ya bizqueaba intentando mantener contacto visual, y en el postre prácticamente nos estábamos besando.
Ayer conseguí salvar mi columna vertebral del furibundo roce del autobús de pura chamba. Su descripción del cocido madrileño versión 1890, me tenía ya contra las cuerdas. Si no fuera por la valla protectora habríamos cruzado la calle.
El mundo de la elipsis la es ajeno: necesita contarlo todo para contar algo. Cuando me relata los canelones, como consecuencia de no escatimar ni un ingrediente, y de la consecuente aproximación de un centímetro por cada uno de ellos, al acabar de relatarme la cocción pude ver con claridad cada poro de su piel. Cuando llegamos a la salsa ya bizqueaba intentando mantener contacto visual, y en el postre prácticamente nos estábamos besando.
Ayer conseguí salvar mi columna vertebral del furibundo roce del autobús de pura chamba. Su descripción del cocido madrileño versión 1890, me tenía ya contra las cuerdas. Si no fuera por la valla protectora habríamos cruzado la calle.
Como no me apetecía mucho morirme ayer, me situé perpendicularmente a dicha valla. Es aquí donde, a salvo de su acercamiento, comienza la danza. Ella daba un paso hacia mi para contarme la bechamel y yo daba otro hacia atrás en una especie de tango arrastrado que nos condujo casi al lugar donde tenía que hacer mis recaditos.
Y además llegué bailando.